Un poquito zonzo

Un poquito zonzo, dicen todos, pero también un poquito listo, digo yo, ahora que por fin me he librado del múrcido y puedo regresar solo otra vez a casa. Aunque no sé cómo. Porque aquí, con tanto alboroto, nadie me hace caso. Es decir, hay muchas personas caminando de un lado a otro, chicos y chicas con mochilas colgando de sus hombros, uniformados de verde, uniformados de rojo, muchos señores curiosos. Pero no hay nadie que se detenga para decirme oye, Raúl, ya es tarde, te llevo a casa. Como siempre, nadie me ve. Nadie sabe que vine con el múrcido, ni nadie se da cuenta que desde hace rato estoy aquí, parado con las manos en mis bolsillos huecos, sin saber por dónde ir. Parado como lo que soy, un zonzo.
Ya comienza a hacer frío y el viento me despeina con fuerza cuando se me ocurre que ahora sería preferible irme caminando derechito por la acera, siguiendo el filo de la baranda, hasta llegar a algún lado. Pero luego lo pienso y digo que mejor no. Más allá no conozco nada y derrepente me pierdo. Aquí, por lo menos, mientras todos se entretienen curioseando lo que pasa allá abajo, nadie tiene tiempo para darse cuenta de mí, y yo puedo seguir distrayéndome mirando las olas del mar y hasta puedo aprovechar mi bolsillo hueco para rascarme mis cosas. Porque me gusta rascarme mis cosas. Y me gusta cómo huele el mar allá abajo. Y me gusta cómo se mira esconderse el sol desde aquí, arriba del acantilado. Lo único que no me gusta es no saber cómo voy a hacer más tarde para regresar yo solo a casa. Mamá me enseñó que los carros rojo con blanco son los que te traen aquí al malecón desde la casa, y que también son esos mismos carros los que puedes usar para devolverte bien pronto. Como, además de zonzo, ahora lo sé, soy también un poquito listo, yo digo que una vez adentro del carro solo es cosa de estarse sentado y esperar. Te sientas y miras pasar las calles por las ventanas como si fueran televisores, y cantas en tu cabeza nueve veces la canción de la gallinita coja, que es lo que dura el viaje hasta llegar. Luego tienes que estar bien atento, eso sí. Bien atento para decir bajo en la esquina antes de llegar a los monstruos, esos gigantes que les dicen tanques de agua. Porque si no te bajas antes, entonces los miras a los monstruos, y si los miras te quedas como estatua viendo lo grandes que son y otra vez se te olvida todo. Te viene la tembladera, te caes, y hasta derrepente te vuelven las ganas de quedarte tirado en el suelo, con los ojos doblados, gritando, babeando, ahora sí, como un completo zonzo. Es lo único peligroso. Porque de los monstruos a la casa ya es más fácil: derechito por donde la tienda de la señora Polonia hasta llegar a la esquina, otra cuadra a la izquierda, hasta el depósito de los helados, y listo. Mamá me enseñó varias veces cómo debo hacer yo ese camino. Pero lo que no me enseñó –o de repente si me enseñó, pero se me ha olvidado- es por dónde pasan los carros rojo con blanco para tomarlos en el viaje de vuelta. Ese es mi problema.
Porque de conocer yo ya conozco todo esto. He venido a pasear aquí al malecón otras veces. Me he sentado a comer helados de fresa en esa banquita al lado del árbol y me he rascado a escondidas mis cosas sin que nadie se dé cuenta de lo que hago. Pero todas esas veces que he venido antes ha sido siempre con alguien, con mamá y con papá cuando era chiquito, y solamente con mamá cuando era más grande. Recién ahora, por única vez, me ha traído el múrcido. Mamá le dijo al múrcido que tuviera mucho cuidado conmigo. Le encargó que no me rascara mis cosas, que me regresara temprano, que no me fuera a perder, que no me acercara al borde del acantilado. Es que mamá piensa que soy un zonzo completo. No sabe que también puedo ser un poquito listo. Y eso es, supongo, porque me conoció zonzo desde recién nacido. Aunque yo ni me enteraba. Yo recién me di cuenta que era zonzo de casualidad, la vez en que papá me hizo jugar fútbol en un campeonato infantil de su trabajo. Estaba de arquero, recuerdo, mirando cómo corrían los chicos, cuando un contrario me tiró la pelota. Y entonces ocurrió. Lo que vi no fue una pelota sino un murciélago. Un murciélago enorme, negro y feo que venía volando con sus dientes filudos, sus ojos rojos y su cara arrugada de pelos negros. Me asusté, me vino la tembladera, me tumbé en el suelo, y me puse a babear como un zonzo. Los del equipo rival metieron gol y ganaron el partido. Los amigos de papá le dijeron: tu hijo es un zonzo. Molesto, papá me dijo a mí: eres un zonzo. Y hasta mamá, aunque ella para consolarme, me dijo: es sólo un juego, zoncito. Pero la palabra me quedó zumbando como un moscardón en el oído. Luego de cenar, antes de acostarme, en el espejo del baño vi mis orejas puntiagudas, mis cachetes inflados y mi nariz de loro, y descubrí que, en verdad, tenía cara de zonzo. Yo mismo me lo dije esa noche, mientras me rascaba mis cosas, y en adelante me lo repetí todas las muchas otras veces en que después volví a avergonzar a papá con mis sonseras.
Aunque, si lo pienso bien, eso de avergonzar a papá tampoco duró mucho. Porque papá se fue de la casa muy pronto. A los once o doce, creo. Luego, de vez en vez, venía a visitarnos, y me traía cosas, me hacía cariños. Por eso yo digo que papá no es malo, como dice mamá. Lo único malo de papá es que no le gusta tener un hijo zonzo, eso creo. Y no lo culpo. Yo digo que papá se fue de la casa por la pura vergüenza de tener un hijo zonzo. Varias veces le escuché decírselo a mamá: de tu familia será, seguro. Es que mamá es del norte, y papá dice que en el norte los norteños comen burro, y que de tanto comer burro se les pegan las burradas, y de pronto les nace un hijo burro, o sea zonzo, como yo, que es lo mismo. Seguro que fue eso. De todas formas, cuando se fue papá, por algún tiempo solo quedamos mamá y yo. Y estábamos bien, los dos solos, hasta que una fecha llegó el múrcido. A mí nunca me gustó el múrcido. Su cara chupada y sus dientes filudos me recordaban al murciélago del fútbol, por eso le puse múrcido. La tía Sara y la tía Clota dicen que es bueno. Que ha sido muy bueno para quedarse a vivir con mamá y con su hijo zonzo. Pero aunque ellas digan que es bueno, a mí nunca me gustó el múrcido. Porque nunca será tan bueno para ser como papá. Y porque desde que llegó a la casa, papá nunca volvió ni a visitarnos siquiera.
Ahora, me rasco a mi gusto aquí, parado en el acantilado. Veo cómo se pone el sol. El viento me despeina los cabellos. Y me siento muy bien. Los uniformados de rojo están subiendo ahora al múrcido en una cama, le tapan la cara. Los uniformados de verde apartan a los curiosos que dan vueltas a los costados, chicos y chicas con mochilas colgando de sus hombros. Nadie se da cuenta de mí. Nadie ha visto nada. Pienso en la sonrisa de papá cuando se entere de que pude librarme del múrcido, yo solito. Estará orgulloso. Volverá a visitarnos. Y hasta quizá regrese. Porque si se fue pensando que su hijo era un zonzo, seguro que volverá cuando sepa que también es un poquito listo. Ya quiero irme de aquí, pero no sé por dónde pasan los carros rojo con blanco.
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